martes, 17 de septiembre de 2013

No mienten las sombras



          


          No mienten tus ojos. No mienten las sombras; pero la mente sí. Por eso toda verdad manifiesta secundará en el acto a los presentes siempre y cuando éstos gocen de plena facultad mental.



          Eran las dos de la madrugada cuando sonó el timbre. Juan dormía y no apreció el sonido en primera estancia. Estaba solo, recién acostado. Volvió a consumirle el ansia aquella noche y borracho anduvo de bar en bar hasta llegar rendido a casa, a esa hora maldita.
-¿Quién será a estas horas? –se preguntó por fin al alertarse con la insistencia de aquel ring ring dañino para su mareada cabezota.
Gruñendo se dirigió a la puerta. El suelo frío aliviaba su cogorza, el pasillo parecía un embudo. A ras del suelo, al final, bajo la puerta, un hilo de luz lo hipnotizaba. Se detuvo un minuto, le pesaban los párpados, sus ojos enrojecidos denotaban lo irritante de su estado. Abrió sostenido del picaporte, tambaleando. No vio nada ni a nadie, sólo el destello de una farola que parpadeaba defectuosa y tuvo la extraña sensación de que alguien chasqueaba un mechero. Miró a un lado. Luego al otro. La calle estaba desierta y embaucada por su triste y agónica memoria, la que le hacía ver la figura de su amada regando las flores en el jardín. Era una visión horrenda porque al girarse ella, gritaba muda y desencajada. Mantuvo el equilibrio milagrosamente y cerró sin echar llave ni pestillo alguno. Dio media vuelta y no hizo estudio de lo sucedido para retomar de nuevo el camino de vuelta a su cama vacía. Algo sorprendió en aquel momento a Juan.
-¿Quién anda ahí?... -preguntó malhumorado y con los puños cerrados- ¿quién es capaz de entrar en mi casa sin permiso?...


          En evidencia de cualquier mortal que sepa de esta historia, nadie contestó a esas preguntas. Pero él dejó este mundo hace tiempo para oscilar en el abismo que separa la vida y la muerte, lo real de lo irreal, el presente de cualquier otro tiempo. No era un hombre cuerdo, era humo, era un fantasma. Sus años de vanagloriosa vida terminaron una noche de pelea entre él y su compañera sentimental. Por lo cual, todo lo que a continuación se narra quizá os haga creer que nada de esto es verdad. Nada más lejos de la realidad, para él es justamente sufrimiento.

-… ¿Otra vez estás jugando al escondite, eh? Bien… Te encontraré y te agarraré, te revolcaré en el suelo, te amaré, ¿me escuchas? ¡Te amaré!
           Sus lágrimas caían como plomo en el azulejo, sus manos temblaban y escuchó de nuevo el chasquido del mechero… Y una vela se encendió. Un hombre anciano lo miraba, desnudo de cintura para arriba, tras unas gafas sucias y antiguas. El hombre levantó su mano y señaló la cocina. Juan, absorto y pálido esta vez, siguió la indicación con la mirada. Allí estaba ella, otra vez de espaldas, cocinando alguna delicia y cantando una alegre canción.
-Escucha –dijo Juan-. Escucha y no te vuelvas ni revuelvas. Yo… yo…

          No pudo continuar, su llanto lo impedía. Y en la soledad de la casa el canto de la mujer se alejaba disminuyéndose hacia la ultratumba. Ella volvió el rostro y de sus manos calló un vaso. Al estrellarse en el suelo se apagó la vela. El anciano, tranquilamente, encendió un cigarro dejando ver su boca cochambrosa, y entre pesares que a Juan atormentaban, habló.
-Dime, quién eres, quién crees ser, quién fuiste y quién crees que serás.
           El miedo, deshonesto apoderado, medía el pulso a Juan que se encontraba humillado, habiendo sido un padre de familia trabajador y cauto. Ante esta cábala, la de que su conciencia le hablaba, pues se indignaba a mirar al frente,  dijo al suelo:
-Soy todo cuanto di, di todo cuanto tuve… y me han abandonado. Mis tres hijos se han ido, no los veo desde hace meses. Y ella está pero no está. Sólo viene a limpiar y a cocinar. No me habla. No me toca la espalda. No me mira en absoluto.
           El anciano aspiró una calada tan grande que parecía ahogarse. La fumarada posterior fue mayor aún e inundó el escuro lugar. Entre tinieblas su voz llegaba a Juan desde todos los rincones.
-¿Acaso estás tan delgado de comer buenos guisos, decrépito personaje? ¡Dime pues de dónde sale toda la roña que apesta en esta casa abandonada! Y esos ojos tuyos, vacíos como un corazón disecado; ¿son acaso ojos que se llenan de verla a ella? Tu espalda ahora sólo obtiene latigazos y una cruz que cargarás el resto de tu vida.
-¡Márchate! ¡No sé qué quieres ni quién eres!
-¿No sabes quién soy? o ¿no sabes quién eres tú?
-¡Eres el espíritu de mi padre, maldito espectro que me repugnas! Eres él… eres igual…

         
          Juan colocó ambas manos en el espejo y al fin cayó en la cuenta de que hablaba solo. Su rostro era igual que el de su difunto padre, enmarcado junto al espejo. Al otro lado, en un portarretratos de mayor envergadura, su mujer posaba tierna y joven con un vestido florido en las faldas de una montaña. La noche en que Clementina murió recién acababan de tener una fuerte discusión. Murió de forma natural, pero Juan se culpaba de aquello, no podía soportarlo. La veía en todos los lugares de la casa y siempre que intentaba acercarse se le mostraba esquiva, huidiza o tremendamente furiosa. No debe ser fácil dominar la mente en un estado tan perturbado pero Juan lo logró. Siempre escuché que cuando alguien muere tras una enfermedad, tiene, justo al final, unos momentos de lucidez, de recuperación, en los que parece haberse sanado, como para irse tranquilo. Pues algo así debió pasarle. A la mañana siguiente despertó tumbado en el sofá del salón. Se puso en pie, era bien temprano. Preparó café y unas tostadas con aceite y ajo restregado. Limpió la casa de arriba abajo. Llamó a sus hijos y habló con ellos. Sorprendidos le preguntaron continuamente por su salud. Él, muy ávido, les persuadió con paparruchadas típicas de su por entonces amarga actitud para no obligarlos ni comprometerlos a nada ante la extrañeza de aquella llamada. Acto seguido salió de casa y fue hasta el cementerio. Llevó flores a sus padres y se acercó a la tumba de Clementina. Era la segunda vez que allí iba, la primera fue en el entierro.  Y dijo así en voz bajita, para sí mismo:
-Clementina, mi amor. Ya basta de discusiones, ni una más. Quiero que esta noche sea especial. Quiero que esta noche sea memorable. Te voy a preparar una sorpresa. Te espero a las nueve, como en los viejos tiempos.
          Juan, sonriente, salió del cementerio y se acercó al mercado donde compró vino, pescado y pasteles. Volvió a casa y de su huerto, lugar de paz en su vida, de trabajo y ocio al mismo tiempo, arrancó unos tomates, ajo y perejil. Desenterró también unas patatas y unas cebollas. Luego leyó los diez últimos capítulos de un libro que abandonó hacía muchísimo tiempo. Para el almuerzo visitó a un viejo amigo el cual lo invitó a comer. Después tomó café en el bar de la esquina, y, dejando propina, advirtió de lo falso y sucio que resulta el dinero, pero que en buenas manos, brilla como el tesoro que puede ser.
          Por fin llegó la noche y Juan se acicalaba frente al espejo. Lucía una corbata que Clementina le regaló unas navidades. Sus zapatos eran los mismos que llevó a la boda de su hijo pequeño. El reloj, bien conservado, era un regalo de su segundo hijo. Abrió la cartera para cerciorarse de que en ella había una foto de su hijo mayor, de cuando hizo la mili. Preparó con esmero una cena exquisita, en el horno, con los manjares que había adquirido en el mercado y sus hortalizas. Se sentía nervioso y excitado. Puso en la mesa las viandas y unas flores en el centro. Eran las nueve de la noche, menos cinco minutos. Juan se acercó de nuevo al espejo y agarró el portarretratos de su mujer.
-Mi amor… -suspiraba.
          Miró la hora: las nueve en punto. Sonó el timbre y atravesó el pasillo. Tragando saliva abrió la puerta a la nostalgia, y allí estaba ella, brillante como el sol de invierno, linda como un jardín en primavera.
-Date la vuelta, Clementina, deja que vea tus ojos y abrázame. Pon tus manos en mi espalda y déjame besarte como si no hubiera otro momento en el que hacerlo.
          
                                            Juan cerró los ojos para besarla y soñar
                                       despierto que la comía, hambriento de amor,
                                         tan contento de verla bella y como una flor.
                                             Sus rodillas volvieron a tocarse a la par

                                       que sus manos buscaban con ahínco enlazar
                                          sus dedos logrando el regreso, abrumador.
                                           Es vigor y muerte, es un final conciliador
                                    el de un hombre perdido que acaba de encontrar

                                         la senda de vuelta que un día fue recorrida
                                           sin afán de lucro sino ganas de progreso.
                                        Y así fue que en la puerta de su casa la vida

                                       lució con lágrima y retomó esta vez sin peso
                                   lo que unió un día por ambos que fue en la pedida
                                      y que ahora por siempre descansa sin regreso.




(A la memoria de cuantos amores existieron)





(La imagen no es de mi autoría)

9 comentarios:

  1. Muy bueno el relato. Mezcla con buen equilibrio la realidad y el romanticismo.
    El protagonista nunca superó la separación de su mujer y encima se culpaba por su muerte. Y así quedó él a la espera de que ella se lo llevase.
    Al final el romanticismo gana la batalla sin duda.
    Fue un placer leerte, querido amigo. Gracias.
    Un largo abrazo.

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  2. Muy lúgubre a la par que profundo. Un relato oscuro y tenebroso. Se nota que llega el otoño.

    Besos!

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  3. Me ha encantao, esa mezcla de fantasmas del pasado, esa nostalgia, esa tristeza por la ausencia de Clementina... Es muy romántico a la vez!! como dice nuestra querida amiga Ohma. Te felicito Luis por este gran trabajo. Besos!!

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  4. Tiene la justa mezcla entre la realidad y el sueño,entre lo que se ve o se cree ver..pero,siempre los fantasmas ocultos de la memoria aparecen!

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  5. Me encanta esta unión de realidad y fantasía... me has hecho ponerme en la piel del protagonista y sentir su tristeza,... un relato excelente LUis. Me ha gustado muchísimo.

    Un besito,

    Trini
    http://yoadoroviajar.blogspot.com

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  6. Bonita historia,triste pero bonita, de esas que te dejan un no se qué en el cuerpo que te resulta incomodo y no te deja pensar en otra cosa. Cuantas veces nos gustaria que, en vez de soñar despiertos, ese sueño se volviera realidad. Un abrazo amigo, y buen año despues de las vacaciones.

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  7. Mezclas deseos, realidad, sueños, culpa y consigues con estos ingredientes un texto lleno del más puro amor. Dejarse morir por el amor que ya no está, es estremecedor.
    Te felicito por la entrada Luis, genial!!
    Un fuerte abrazo.

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  8. Muchísimas gracias por vuestras lecturas y por vuestras palabras luego. Me alegra veros formar parte de este momento, de estos párrafos. Añado que para mí es el más puro empujón al entusiasmo.
    Salud, amig@s

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